jueves, 31 de diciembre de 2015

Welp: de scouts y fieras

¿Todos bien? ¿Votasteis en las recientes elecciones, o preferisteis dejar el trabajo de decidir eso a otros? ¿Pasáis estas fiestas en familia, con amigos, o en la más absoluta de las soledades? En el momento que leáis esto, yo también estaré pasando las fiestas con los míos, viendo qué tal les va a mis sobrinos (cómo crecen, los jodíos), y agotando las últimas horas del moribundo 2015. Y como un mes y medio sin escribir aquí es mucho, y la vez anterior hablamos de campamentos y asesinos que los acechan (en el contexto de un juego churroso, pero la intención es lo que cuenta… o algo), hoy os brindo una peli que va en el mismo sentido, aunque con saborcillo europeo; belga, siendo precisos; flamenco, para ser todavía más exactos. Me complace cerrar este año 2015 en La Página Negra con Welp (Cachorro), un entrañable thriller terrorífico con scouts, niños salvajes, y trampas mortales a lo Rube Goldberg, que le valió a su director, Jonas Govaerts, un premio en la edición de 2014 de Sitges; un galardón que, como procederé a explicaros ahora, me da que fue de lo más justo.

¿Ha dicho ‘evitar’ o ‘acampar en’ el Bosque de la Muerte?

Eso sí, la audiencia va a estar por las nubes.

Algo me dice que la decisión de hacer un crossover entre ‘Mi casa en un árbol’ y ‘Buscadores de fantasmas’ no ha sido lo bastante meditada.

La película comienza con una escena que no comprenderemos del todo hasta que la veamos en su contexto casi al final, pero que ya nos pone en antecedentes acerca de lo que nos espera: una mujer joven y guapa con ropas de scout huye despavorida de una especie de niño salvaje con una máscara de madera, corre hacia lo que parecen luces de coches en una carretera, y descubre para su horror que es una especie de elaborado señuelo antes de que alguien le agarre por la garganta.

De inmediato saltamos a un momento previo en el tiempo para meternos en la vida de la tropa scout belga que lideran Peter ‘Baloo’ (Stef Aerts) y Kris ‘Akela’ (Titus de Voogdt, Ben X), y a la que pertenece el que resultará ser nuestro protagonista, Sam (Maurice Luitjen). Sam es un chaval introvertido, imaginativo y con claros problemas de adaptación, para nada ayudados por la actitud sutilmente beligerante que Peter muestra hacia él, y apenas aliviados por las ocasiones en las que Kris hace valer su autoridad y levanta un poco el brazo para que el chaval no se coma demasiados marrones. El único amigo que Sam tiene en su tropa scout es Dries (Louis Lemmens), un chico rizoso y con gafas que tiene toda la pinta de compartir el peldaño más bajo de la escala social de la tropa con él.

El día que la película entra en sus vidas, la tropa va a irse de acampada a una zona de Francia en la que, según Peter y Kris, han ocurrido desapariciones en extrañas circunstancias, atribuidas a un niño llamado Kai, del que se dice que es un hombre lobo; un claro ejemplo de monitores de campamento inventándose una historia macabra para darle más emoción a la estancia, salvo por el hecho de que lo que hemos visto en la escena inicial sugiere que los dos jefes de tropa han acertado de puñetera casualidad con su cuento tártaro. Esa impresión se refuerza cuando, en pleno camino, recogen a la que será su cocinera, Jasmijn (Evelien Bosmans)… y los más atentos de entre los espectadores reconocen en ella a la joven desesperada que huía en la escena inicial de la película.

(Yo quería que cantáramos el opening de Stardust Crusaders, joputas)

- Venga, todos juntos: Yuri-yu-la-la-la-la-Yuru Yuri

Por supuesto, ni los monitores ni los chavales se huelen siquiera el desastre hacia el que van de cabeza, aunque no es del todo culpa suya: Peter y Kris habían acordado con la autoridad local acampar en una explanada de hierba, pero la presencia de un par de canis franceses con un ruidoso kart, y la enganchada que Peter tiene con el más beligerante de ellos, les conducen a reubicar el campamento… dentro del cercano bosque; cercano bosque sobre el que, por cierto, el otro cani intenta advertirles sin éxito cuando se están marchando; cercano bosque, ya que lo mencionamos, en el que alguien ha puesto sensores de presión en un riachuelo para avisarle cuando lo vadea un vehículo, y que los controla desde un vetusto panel de control en una vetusta guarida.

Es Sam quien, explorando por su cuenta mientras el resto de la tropa monta el campamento, se da cuenta de que hay algo más raro en el bosque: una especie de alojamiento hecho con ramas entrelazadas en la copa de uno de los árboles, y una figura humanoide que se mueve por entre la espesura. Al imaginativo muchacho no le cabe duda de que se trata del legendario Kai del que les hablaron Peter y Kris, y ni las burlas de sus compañeros le hacen desistir de su creencia. Por supuesto, los monitores, y en especial el antipático de Peter, ni se molestan en intentar comprobar una historia tan obviamente fantástica, atribuyéndola a la desbordada capacidad ensoñadora del chico.

Pero el caso es que hay alguien en el bosque, sea Kai fruto o no de la imaginación de Sam, y maldita la gracia que le hace tener visitantes no invitados en su territorio. Y si ese alguien es capaz de crear un sistema de sensores de presión para que le avisen de cuándo alguien entra en su territorio, ¡imaginaos lo que puede llegar a hacer en materia de trampas! O mejor, no os lo imaginéis: esperad y observad, porque los campistas y la gente que les rodea están a punto de dispararlas…

Una acampada para morirse

Eso sí, hasta que crezcan lo bastante, y Kai aprenda de qué va eso de lavarse los dientes, nada de besos de tornillo. Por vuestro bien.

Sigue siendo mejor historia de amor que 50 Sombras de Grey.

Es una gozada ver que el cine europeo de género, que parecía estar recobrando en el nuevo milenio la sangre (en las venas y fuera de ellas) con trabajos como la interesante aunque fallida Alta Tensión, Al interior o Frontière[s] (sí, son todo pelis francesas, pero para el caso representan un sentir general en Europa), mantiene el tipo en la segunda década del milenio. No menos gozoso resulta ver que la cinematografía belga apunta maneras tan buenas como la francesa, y que la aclamada Calvario fue algo más que la flor de un día. Y todavía más jubiloso es enterarme, al buscar información sobre esta película, que se trata de todo un hito en la cinematografía belga de habla flamenca, muchísimo menos pródiga en escalofríos que la valona, y que logró financiarse (en parte) a través de una campaña de mecenazgo (fallida, pero no del todo) en Indiegogo.

Por supuesto, todo este gozo se basa en que, hitos y excepcionalidades aparte, Welp es una peli que sabe hacer lo que hace muy bien, y lo que hace es acojonar y dar mal rollo en un ambiente que puede ser el de la actualidad, pero que tiene un saborcillo (banda sonora incluida) a lo mejor del cine ochentero, y hasta setentero, del ramo. Sabe tomarse su tiempo para presentarnos a los personajes y su dinámica, ponerlos en el camino del mal, y disponer en general la situación para el momento en el que el villano del film empiece a ejercer su particular política de tolerancia cero con los intrusos en ‘su’ bosque.

En especial, el tratamiento del personaje de Sam, y su relación tan peculiar con Kai, es la fuente de buena parte de los aciertos del metraje. Hasta pasada la primera mitad de la historia ni siquiera estamos seguros de que Kai no sea fruto de la mente calenturienta del pequeño protagonista, pues es sólo a través de su perspectiva que vemos los signos de su existencia y al propio niño salvaje, y eso da un bienvenido toque extra de suspense que mantiene el interés hasta que se revela la verdad en el mismo momento en el que corre la sangre. La relación entre ambos también sirve para ofrecer otra fuente de suspense, pues Kai encarna para Sam una fuente de amistad y comprensión frente a la crueldad de la mayoría de su tropa scout… al precio de convertirse en una fiera salvaje. ¿Caerá Sam en el salvajismo, o mantendrá su cordura? No será hasta el final que veamos respondida esa pregunta, y por el camino el niño oscilará entre ambas opciones, a veces de manera bastante desagradable, como es lógico pensar que le pasaría a un niño así de traumatizado en una situación análoga en la vida real.

Junto a Sam está el microcosmos formado por su tropa scout, que sostiene bien su lado de la trama, con una mezcla de camaradería mutua y crueldad hacia el pobre muchacho, que resulta tanto más creíble en cuanto que basa la inmensa mayoría de su acoso en violencia psicológica de baja intensidad. Hasta el momento en el que las circunstancias llevan a Sam a cometer un acto atroz, provocando una no-del-todo-injustificada ira en Peter, el monitor y la mayoría de jóvenes exploradores emplean la clase de ‘tormento de baja intensidad’ que caracteriza las experiencias de acoso escolar que muchos hemos sufrido. En un contexto que se presta con demasiada facilidad a cargar las tintas de más en este aspecto, es un bienvenido cambio que se adopte un enfoque algo más realista, aunque también doloroso a su manera: la semipasividad de Kris ante lo que ocurre trae demasiados recuerdos de profesores bienintencionados pero incapaces de imponerse ante situaciones de acoso, ya fuera por órdenes de arriba o por no poder actuar sin pruebas más fehacientes.

Sólo falta que este puto tren me deje en Pitis.

Joder, y yo que creía que exageraban cuando me decían que el Metro de Madrid había bajado la calidad del servicio en los últimos años.

Y en otro vértice, están los misteriosos villanos: Kai y el hombre de las trampas. De ellos apenas llegamos a saber nada, y lo poco que descubrimos es deducido a partir de los detalles que deja caer alguno de los personajes. Son sus acciones las que nos cuentan más de ellos, y en el caso del hombre de las trampas nos muestran a un cabrón cruel, obsesivo e ingenioso, más que probable fan de Rube Goldberg y del profesor Franz de Copenhague, que aplica la filosofía de ambos a sus dispositivos de eliminación de visitantes indeseados. La manera en la que atrapa y elimina a sus víctimas es casi cómica, pero de una manera malrrollera a más no poder, y sin perder un ápice de brutalidad por ello. ¿En el caso de Kai? No diré mucho, por no hacer spoilers, pero baste decir que sus acciones y su influencia sobre Sam acaban encajando muy bien con la parte de la ‘leyenda’ que le describe como un hombre lobo.

Tampoco os penséis que el filme está libre de defectos, ¿eh? Los tiene, claro que sí. El último acto dirime el dilema de Sam entre la bondad y el lado oscuro de manera un tanto forzada y artificial (aunque el metraje al menos pone bastante más esfuerzo en justificarlo que Alexandre Aja con su giro de guión en Alta Tensión), dejando un poco de mal sabor de boca en la conclusión, por lo demás temáticamente muy apropiada. Las trampas del villano principal, aunque provocan todo el gusto del mundo cuando entran en acción, basan demasiado de su éxito en la incapacidad de sus víctimas para hacer otra cosa que no sea quedarse como pasmarotes en el sitio mientras el mecanismo rubegoldbergiano (o franzdecopenhaguiano) termina su enrevesada y LENTA marcha; uno no puede más que preguntarse cuántas de esas trampas, en la vida real, fallarían por el simple hecho de que cualquier persona con dos dedos de frente habría echado a correr tiempo ha antes que quedarse a ver cómo acaba la cosa. Por supuesto, la sospecha de que en la vida real más de una (y de dos) de esas trampas no funcionaría así de bien no se nos va de la cabeza en ningún momento, pero ese grado de suspensión de la incredulidad sí que resulta aceptable en el contexto de la historia.

Bastante menos aceptable es que, una vez termina la película, haya al menos dos personajes de cuyo destino final nadie se preocupa en informarnos. ¿Omisión deliberada, o despiste? ¿O bien es que el dinero no dio para eso? Bueno, al menos dio para que los FX estuvieran más que a la altura de las circunstancias, brindándonos unas escenas de muerte de las que duelen hasta cuando sólo eres un espectador.

En resumidas cuentas, lo que quiero decir con tan torpe verbo (la falta de práctica y consecuente oxidación de mis talentos se hacen notar) es que la veáis. Vale la pena, sobre todo si os va el nuevo splatter europeo y las historias en plan “gente de ciudad se mete en terrenos naturales e incurre en la ira de los chunguísimos nativos”, que tantísimo juego han dado desde que Tobe Hooper nos trajo La matanza de Texas. Y sí, yo diría que Jonas Govaerts se mereció el premio en Sitges, porque él y su equipo se lo curraron de verdad; a ver si sus futuros trabajos conservan tan buenas maneras.

Todo esto, por cierto, me recuerda que debo apuntar entre mis propósitos para 2016 el visionado de Calvario, que ni me acuerdo la de tiempo que hace que le tengo echado el ojo.

Ah, y antes de que se me olvide: feliz 2016, y que este año nos jodan menos que el que acaba.

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