domingo, 30 de agosto de 2009

La bestia bajo el asfalto: con los cocodrilos seguimos

No merezco perdón de Dios por ser tan perro con las actualizaciones del jodío blog, pero mi excusilla tengo: volvía hace dos semanas de las vacatas, durante las cuales estuve muy ocupado haciendo el mono con mis sobrinos, y los primeros días del regreso estuve viendo la primera temporada de Sobrenatural, que me han regalado junto a la segunda por mi cumpleaños. Y a ello se añade una bonita indigestión-mareo que sufrí el pasado lunes. Pero bueno, ya estoy aquí otra vez tocando las narices, porque no hay ausencia que mil años dure. O algo así.

Y ya que la última vez hablé de cocodrilos con hambre de seis semanas (trialará), hoy sigo abundando en el tema sobre la base de una de las monster movies más aclamadas de los años 80: La bestia bajo el asfalto, una historia salida de la calenturienta mente del cineasta independiente John Sayles, dirigida por Lewis Teague e inspirada en la conocida leyenda urbana que habla de caimanes en las cloacas de Nueva York. ¿Interesados? Seguid leyendo…

Mi lagartito ha pegado el estirón

Busca a alguien que le cuide/Y a quien se pueda comer.

Le han echado/No le quieren/Pobrecito, qué va a hacer

Érase una vez una niñita de Chicago que fue con sus papaítos de vacaciones a Florida, y que durante esas vacaciones fue a ver un espectáculo de cocodrilos vivos. Los papás de la niñita le compraron a modo de recuerdo una adorable cría de caimán, que la niñita pensaba quedarse hasta que se creciera para donarla a un zoo. Pero hete aquí que, de vuelta a la Ciudad del Viento, la convivencia con el animalito se vuelve difícil gracias a su mala costumbre de masticar la ropa de papá, quien acaba tirando al pequeño reptil por la baza mientras la nena está en la escuela, planeando contarle al volver que el bicho, simplemente, se murió. ¿Moraleja de esta pequeña introducción? No se tira a las crías de cocodrilo por el inodoro: es un acto de tremenda crueldad con un pobre animalito que, al fin y al cabo, no es más que un bebé. Además, puede ocurrir que la criatura sobreviva al chapuzón y encuentre un modo de subsistir en las cloacas…

Algo así como una década después, la policía de Chicago está investigando el macabro hallazgo de una extremidad humana en su planta de depurado de aguas. En el centro de la investigación está el detective David Madison (Robert Forster), un agente de policía que trabajaba antes en el departamento de policía de San Luis hasta que un trágico incidente le arrebató a su compañero de patrulla y le colocó encima el sambenito de gafe; por este motivo ninguno de los demás agentes quiere salir a patrullar con él, y un desagradable plumilla de tabloide, Thomas Kemp (Bart Braverman), no hace más que acosarle con preguntas sobre lo que sucedió entonces.

También da la casualidad de que acaba de perder a su perrita, y la mañana que acude a investigar el caso de la alcantarilla pasa por su tienda de mascotas habitual a comprar otro perro. Esa acción aparentemente trivial no sólo está relacionada, sin que él lo sospeche siquiera, con su caso: ¡está directamente en el centro del problema! Resulta que el zarrapastroso dueño de la tienda se saca un sobresueldo secuestrando a perros por la calle y vendiéndolos a la compañía farmacéutica del multimillonario Slade (el veterano Dean Jagger). Allí los pobres animalitos son utilizados por el futuro yerno e investigador en jefe de Slade para un experimento de hormonas de crecimiento. Una vez dejan de ser útiles, el '”proveedor” se ocupa de hacer desaparecer los cadáveres de los perros en las alcantarillas. Seguro que os podéis figurar adónde lleva este curso de acción; en el caso del dueño de la tienda de mascotas, a lo que acaba llevando es a una muerte a manos de la lagartija sobredimensionada durante una de sus operaciones de eliminación de pruebas.

La aparición de los pedacitos de la nueva víctima en el drenaje de aguas de la ciudad aumenta la presión sobre el jefe de policía Clark (Michael V. Gazzo), además de atraer a la comisaría a un grillado que asegura ser el autor de las muertes y que intenta volar a los agentes en pedazos con una bomba casera. El agente Madison decide bajar a las alcantarillas para investigar lo que pasa, logrando que un novato al que no le importa su reputación le acompañe en la visita. Por desgracia para el bravo jovenzuelo con placa, la maldición de Madison le alcanza en forma de las mandíbulas del cocodrilo, pero ambos encuentran los cadáveres de perros anormalmente grandes de los que la bestia se ha estado alimentando hasta la fecha.

Matamos a la lagartija sobredimensionada esta y nos casamos. ¿Hace?

“Eres una eminencia en herpetología, tienes un cerebro privilegiado y unos senos preciosos”

La traumática experiencia deja a Madison varios días en coma, y nadie le cree cuando despierta y explica lo que le ocurrió a su compañero (y no culpo al jefe Clark por ello, la verdad); es decir, nadie excepto el repugnante Thomas Kemp, que decide bajar a las alcantarillas a ver por sí mismo qué hay de verdad en lo que dice el desafortunado piesplanos. El periolisto acaba entrando a formar parte de la dieta del bicho, pero no sin antes bombardearle a fotos con su cámara; cuando la corriente de agua la lleva al exterior y sus fotos son reveladas, hasta el más escéptico tiene que reconocer que Madison no desvariaba. La aparición de la prueba fotográfica de la existencia del monstruo marca la vuelta a la trama de su antigua dueña; sí, la niña de hace diez años, Marisa Kendall, ha crecido hasta convertirse en una respetada experta en reptiles (Robin Riker), y con su ayuda logran comprobar que el cocodrilo es tan gigantesco como el poli afirmaba. De paso, Madison y ella entablan un romance que, con sus altibajos, les endulza la dura tarea de perseguir a la criatura.

El departamento de policía pone entonces en marcha un arriesgado plan para acabar con la amenaza. La unidad de SWAT entra en las alcantarillas y, armada con cacerolas, intenta ahuyentar al animal hasta una salida de aguas en la que le está esperando un ejército de polis armados hasta los dientes; es tan ridículo como suena, pero lo mejor es que además no es mala idea. Con lo que no cuentan es con que el bicho elija otra salida para dejar atrás el mundo subterráneo y aumentar la proporción de humanos en su papeo diario.

Madison, mientras tanto, sospecha que la compañía Slade tiene algo que ver con los perros anormalmente crecidos y el consiguiente sobredesarrollo del cocodrilo, y sus teorías al respecto se ven indirectamente confirmadas cuando el jefe Clark, presionado por el corrupto alcalde (Jack Carter), le aparta del cuerpo. Este último, mientras tanto, pone a cargo de la caza de la bestia al coronel Brock (Henry Silva), una especie de gran cazador blanco que viene a ser a los héroes tipo Allan Quatermain lo que Torrente es a los polis de las películas de acción. ¿Apostamos a ver cuánto tarda en fracasar, y obligar con ello al jefe Clark a recurrir de nuevo a Madison y Kendall?

Si es que el clembuterol no podía traer nada bueno

Conmigo en el caso, esa lagartijita no tardará en caer. ¡Fijo!

Soy el capitan Zapp Brannigan, y me ocuparé del cocodrilo.

Desde que leí en Goremanía sobre esta película, y descubrí que años antes me la había perdido gracias a que mi madre no me dejaba ver Noche de lobos (sniff, sniff… ¡cuánta injusticia materna!), me volví loco buscando este filme en todos los videoclubs añejos de Santander y las márgenes del Nervión. Me llegué a pillar una especie de secuela sin relación argumental, que venía a ser un remake malísimamente hecho, sólo porque creía que era la original. No fue hasta el advenimiento de Internet cuando pude hacerme con una copia de seguridad y disfrutar de esta pequeña parodia-homenaje a Tiburón. Gracias, Internet.

Dicho lo cual, la verdad es que al principio la película no es que tenga demasiado para destacar por encima del aluvión de copias de baratillo del filme de Spielberg que inundaron el mercado en los 70 y 80. La perspectiva del policía atormentado le da un toquecillo de cine negro, pero en el fondo no es diferente a las tribulaciones del sheriff Brody con el alcalde de Amity; la conspiración farmacéutica que da origen involuntariamente a la bestia sirve de denuncia a los pocos escrúpulos de las empresas del ramo, pero ese es un ángulo que sería más que manoseado por americanos e italianos antes de que despuntaran los 90; y la estructura inicial se acomoda en un esquema predecible de avanzar la trama-visitar las alcantarillas-ver al cocodrilo jalarse a otro personaje secundario.

Por suerte, perseverar es vencer, y más en el caso de las películas como esta. La primera media hora, pese a ser más floja, tiene suficientes toquecitos de humor negro (las desventuras del dueño de la tienda de mascotas, el zumbado de la bomba en la comisaría) como para prometer algo más. La estrambótica cacerolada por las alcantarillas para atrapar al cocodrilo marca el lento paso del aspecto cómico al primer plano, pero es con la aparición del trasnochado e hilarante Brock cuando la película se decanta definitivamente por echarse unas risas a costa de las matanzas que realiza el reptil gigante. Y por si alguien no lo pilla todavía, el filme nos presenta una escena en la que un consternado David Madison se topa con una ristra de vendedores ambulantes tratando de sacar tajada de la histeria colectiva vendiendo souvenirs del cocodrilo.

¿O se creen que me he largado de las alcantarillas por la cacerolada de los SWAT?

¡POR FIN! ¡AIRE PURO Y COMIDA LIMPIA!

Por suerte, y a diferencia que tantas comedias terroríficas (que en no pocos casos son películas vendidas como “comedia” porque sus creadores se dan cuenta de que fracasan patéticamente como filmes serios), La bestia bajo el asfalto no descuida las muertes, sobre todo después de cruzar el ecuador del metraje. Al igual que su obvia inspiradora, la película tiene los santos cojones de presentarnos la muerte de un niño a manos del monstruo (y de manera aún más cruel, diría yo), y la estela de destrucción del bicho culmina en una salvaje entrada en un convite de boda; por desgracia, la escena queda desvirtuada por la obvia estupidez de un conductor de limusina, que se queda quieto mientras el reptil se zampa a uno de los villanos humanos de la historia, en vez de llevar a su pasajero (el otro villano) lejos de la muerte kármica que le espera.

Por lo que toca al cocodrilo, parece ser (eso dice Wikipedia) que la marioneta usada para representarlo dio bastantes problemillas, por lo que en no pocos casos Lewis Teague rodó a un cocodrilo de verdad en escenarios a escala; a mi juicio, no le quedó demasiado cantoso, porque sólo se nota en el hecho de que el animal se mueve demasiado fluidamente para ser de mentira y no puede ser tan grande como la comparación con el escenario sugiere. En cuanto a la marioneta en sí… bueeeno, digamos que casi todo su cuerpo se mueve aceptablemente, pero que falla en una parte; por desgracia, esa parte es la cabeza, lo que estropea los primeros planos en los que vemos al animalejo masticar a otro figurante más.

Añadamos a eso que los actores no brillan (salvo tal vez Robert Forster, que improvisó todas las coñas sobre la incipiente calvicie de David Madison) pero tampoco provocan arcadas, y tenemos una alternativa de baratillo a Bruce el Tiburón más que digna y con suficiente personalidad propia como para no acabar olvidada en el fondo de las estanterías de un videoclub de barrio… a no ser que el género no os tire demasiado.

Tal vez por eso nunca la encontraba, por mucho que buscara. En fin, bendita sea Internet otra vez.

jueves, 6 de agosto de 2009

Segundo (y retrasado) aniversario con… Rogue

De nuevo gozo de vacaciones, pero esta vez con la ventaja añadida de que, por motivos que no alcanzo a comprender, por fin he podido instalar el Windows Live Writer en mi ordenata. Y como a caballo regalado no se le mira el diente, voy a estrenarlo con la (muy demorada, a decir verdad) celebración del segundo aniversario del blog, que esta vez versa sobre una interesante peli de monstruos australiana que a la vez vale como postal turística de las bellezas naturales (y peligros) que nos podemos encontrar en su selvática zona norte: Rogue, el territorio de la bestia, de Greg McLean.

Turistas: la otra carne blanca

Y mi primo no es de los que pega tollinas: es de los que devora personas enteras.

Dejad de vacilarme o llamo a mi primo el de Zumosol.

La imagen que tenemos la mayoría de las veces de Australia es la de una gran extensión desértica y poco poblada, pero el continente también tiene sus áreas de selva. Una de ellas está en el denominado Territorio Norte, adonde llega un día el periodista de viajes norteamericano Pete McKell (Michael Vartan cuya cara me recuerda cosa mala a Edward Burns) con el objetivo de hacer un reportaje sobre el área; para ello va a coger un crucero turístico de río que sale desde un pueblecito de la zona. Pero mientras hace tiempo tomando un café, Pete no puede evitar observar que el tascorro local exhibe en un tablón de anuncios un preocupante mosaico de recortes de periódico sobre víctimas de cocodrilos, incluyendo la terrorífica foto del cadáver semidigerido de un niño de doce años. ¿Un mal presagio? Desde luego que sí, pero nuestro protagonista todavía ni sospecha hasta qué punto lo es.

En el crucero al que sube el periodista americano también van una pareja de mediana edad (Robert Taylor y Caroline Brazier); una segunda pareja (Heather Mitchell y –creo- Geoff Morrell) con una hija preadolescente (Mia Wasikowska); Simon, un tipo gordete y sonrosado (Stephen Curry) que al principio da la impresión de ser un depredador sexual, por su aspecto y por intentar entablar conversación con la mencionada adolescente, hasta que descubrimos que lo único que quería era presumir de su pedazo de cámara fotográfica (y no le culpo… del todo); un viudo (John Jarratt, el villano del anterior filme de McLean, Wolf Creek) que pretende esparcir las cenizas de su esposa en el río; una mujer regordeta llamada Gwen (Celia Ireland); la capitana del barco, Kate Ryan (Radha Mitchell, también en Pitch Black y la versión fílmica de Silent Hill), quien no tiene en principio nada que ver con la cantante belga del mismo nombre, destacable belleza y apedreables canciones; y su perro, Kevin. El colorido grupo de futuros fiambres viajeros emprende la navegación, y por algo más de una hora parece que este va a ser otro tour por las bellezas naturales de la jungla australiana, que incluyen la contemplación de alguno de los cocodrilos de agua salada que habitan en este río; tal y como Kate informa a sus pasajeros, son la especie más peligrosa de estos animales, pero el barco en el que van es lo bastante grande como para no temer nada de ellos.

Sí, Quint opinaba eso mismo antes de ver lo crecidito que estaba Bruce, y ya vimos en su día lo que le acabó sucediendo. Pero aún queda un rato para que Kate Ryan tenga que tragarse sus palabras empujando con pan; un rato en el que al barco le da tiempo para tener un tenso encuentro con la lancha tripulada por los paletos locales Collin (Damien Richardson) y Neil (Sam Worthington, más recientemente visto en Terminator: Salvation). Este último quiere retomar una vieja historia con la capitana, pero esta no sólo prefiere dejar las cosas como están, sino que a punto está de arrollar a la otra embarcación mientras está atracada junto a ellos.

EL COCODRILO SE LA VA A JALAR (turú-turú, turú-turú)

ELLAAAA.. ELLA ELLE LÁ-A-A-A (turú-turú, turú-turú)

Para su desgracia, ese no va a ser el menor de sus problemas. Justo al completar el recorrido y disponerse a emprender el regreso, los pasajeros se aperciben de que alguien está lanzando bengalas desde un punto más avanzado del río: es una petición de ayuda a la que, de acuerdo con las normas de navegación y la decencia humana más elemental, hay que responder, aunque eso signifique que alguno de los pasajeros pierda el bus de vuelta. Pero cuando el barco llega a la zona desde donde salieron las bengalas, lo único que se encuentran es un bote hundido y la embestida de algo grande desde debajo del agua que les abre un boquete en la nave y les obliga a buscar refugio en un islote cercano. El autor del ataque no tarda en revelarse cuando dos de los pasajeros se plantean nadar hacia una de las orillas, en la que es una de las escenas mejor pensadas de la película: mientras todo el pasaje se vuelve de espaldas al río para escuchar a la capitana explicarles la peligrosidad de nadar en un río de agua salada con cocodrilos, uno de ellos se queda junto al agua… y un ruido pesado hace que los infortunados turistas se vuelvan a tiempo de ver a un cocodrilo enorme alejarse nadando, con el infortunado a buen recaudo en el interior de su panza. Kate ya no tiene duda ante ese luctuoso suceso: el barco se ha metido en el territorio de la bestia (de ahí el título español), y la bestia va a estar muy cabreada (por no decir hambrienta) mientras no se larguen de su zona.

A partir de ahí, la situación de Pete y sus compañeros de infortunio se hace cada vez más desesperada con el paso de las horas. Para empezar, la caja de las bengalas del barco ha salido flotando, y la radio principal se ha estropeado, por lo que tienen que recurrir a un walkie-talkie mojado. A los únicos que logran atraer con sus llamadas de socorro por este medio es a Collin y Neil, que están demasiado ocupados burlándose de la mala suerte de los turistas como para evitar que el bicharraco les baje de la lancha y dé buena cuenta del primero de ellos. Y como el río en el que están tiene mareas, resulta que esa misma noche va a sufrir una pleamar que sumergirá totalmente el islote. De modo que, o improvisan con los restos del naufragio un plan de huida, o el gigantesco cocodrilo va a pegarse un banquete de los que hacen época… aunque la verdad es que, incluso si logran hacer un plan coherente, van a tener que enfrentarse al pánico que atenaza progresivamente a más y más miembros de la expedición, y que amenaza con llevarles de cabeza a las fauces del depredador.

La emoción está en que les cacen

Si no quería que el cocodrilo le zampase, haber seguido el ejemplo del prota de 'Me llamo Earl'.

En la imagen, turista histérico arrepentido, instantes antes de recibir su karma.

No es que Rogue, el territorio de la bestia sea un prodigio de originalidad, pero es precisamente en esa familiaridad con los elementos tradicionales de la monster movie en donde reside una parte de su encanto: un grupo humano dispar, un entorno agreste y hostil, y una bestia tan poderosa como para convertirles en presa. La película de Greg McLean (director, productor y guionista, como en sus dos filmes anteriores) tiene también el acierto de no caer en exageraciones, poniendo en su centro a un monstruo que es amenazador sin ser necesariamente una especie de regresión prehistórica de su especie, y que la mayor parte del tiempo es bastante convincente… exceptuando algunos planos de su aparición final, en los que al verle de cuerpo entero y moviéndose no podemos más que arrugar la nariz ante lo artificial que resulta.

La otra parte del atractivo del filme es que logra hacer que nos importen las futuras víctimas del cocodrilo, tomándose el primer tercio de la película para familiarizarnos con los personajes antes de que el cocodrilo, en ataques bien graduados en su intensidad, los vaya incluyendo en su dieta. McLean procura (y yo diría que hasta logra) que actúen de manera lógica, de manera que incluso cuando cometen una clara estupidez, esta se ve justificada por el nerviosismo de la desesperada situación en la que se encuentran, y que viene reforzada por periódicos planos del agua cubriendo más y más espacio de la isla. Incluso un personaje como el de Neil, que otro guionista con menos sentido común podría convertir en un capullo que siembra la discordia en el grupo y amenaza su supervivencia, se comporta de una manera razonable dentro de su contexto, ayudando a elaborar uno de los planes para huir del islote.

El lado oscuro de estas bondades es que, dado que el filme no es muy largo, el énfasis puesto en presentar a los personajes antes de convertirles en cena del cocodrilo nos deja un poco cortos en el apartado de “intensa-acción-de-cocodrilo-sobre-hombre”, así como en el número de víctimas eliminadas por el bicho. Además, en la secuencia final, McLean nos revela que uno de los personajes sigue vivo después de sufrir una serie de heridas a las que no es creíble que nadie sobreviva, sólo por añadir a la tensión de escapar del escondrijo del animal la dificultad de acarrear a un herido incapaz de valerse por sí mismo.

Le mataré y guardaré el cadáver en la nevera para comérmelo de recalentao más tarde.

Fum-fe-fo-fi, huelo turista por aquí.

Eso sí, que nadie diga que el filme no sabe mantener la tensión. Todas las escenas en las que los supervivientes del naufragio ponen en práctica alguno de sus planes de huida del islote son campo abonado para que la audiencia se mordisquee las uñas de los nervios, y culminan en la mencionada visita de Pete al refugio del cocodrilo en un clímax ejemplar. Además, McLean procura que las muertes no resulten predecibles, situando a sus personajes en medio del peligro pero sin hacer aparecer al cocodrilo hasta que ya casi creemos que esta vez no va a atacar; hasta se da el lujo de ir a la contra de uno de los clichés más odiosos del género (y que reconoceréis en cuanto veáis la escena) en su secuencia final.

Pero en último término, esa adecuación a la fórmula típica de la monster movie hace que Rogue sea una película buena, sin más, en vez de la obra maestra que prometía su éxito en Sitges. Claro que ya es digno de aplauso que una peli sea buena “sin más”, sobre todo en estos tiempos en los que hay productores lo bastante estúpidos como para financiar ponzoñas del calibre de Dragonball Evolution. Así que la recomiendo, sobre todo si queréis saber qué hacer en caso de que un cocodrilo os tenga atrapados en un islote de río con más personas; y si queréis algo mejor, siempre podéis alquilar Tiburón, que para algo es un clásico.

Y si no habéis visto todavía Tiburón, va siendo hora de hacerlo.