Si hay un buen momento para empezar a creer en el Destino, tal vez haya llegado para mí. Al poco de ponerme en serio con mi crítica de Zombies Party, me llegó por fin la oportunidad de realizar una entrevista de trabajo, de la que salí con un compromiso del entrevistador de llamarme para concretar cuándo comenzaría en la empresa. Con esa gran noticia en el bolsillo, partí a mis vacaciones navideñas con la familia, para recibir ayer mismo una sorpresa que me va a obligar a acortarlas: una segunda entrevista de trabajo. Y por si fuera poco, anteayer me compré por fin la esperada Caja Azul de Aventuras en la Marca del Este, y anoche mismo comencé a iniciar a mis sobrinos en las nobles artes del saqueo de subterráneos y el ahostiamiento de kóbolds y otras gentes de mal vivir.
Con todos estos datos en la mano, creo que Alguien me está mandando una indirecta para sugerirme que a ver si actualizo el blog con más frecuencia. O tal vez sea pura imaginación mía, paeridolia aplicada al actual discurrir de mis días. Por si acaso, y porque de todas formas quiero devolverle la vidilla a este blog, voy a celebrar a mi manera un reciente (y glorioso) aniversario: el primer decenio desde que el Grand Theft Auto III (GTA III para los amigos) cambio la faz del mundo del videojuego para siempre.
El germen de un género nuevo
Representación gráfica de la carrera de DMA/Rockstar de sus inicios hasta hoy.
En un principio estaba DMA Design, una compañía escocesa con nombre de grupo de rap, que se las arregló para cosechar grandes éxitos a partir de finales de los años 80 en la escena de los juegos para el ordenador Commodore Amiga, creando clásicos como el celebérrimo Lemmings y los shooters espaciales Blood Money y Menace, que editó la mítica firma Psygnosis. Ahora estos nombres pueden no decirle nada a los jugones jóvenes (pese a que, en mi opinión, no saber qué son los Lemmings tiene delito), pero para el preadolescente imberbe y obsesionado con los videojuegos que yo era en 1989, que compraba la Micromanía en formato tabloide para salivar ante los juegos que soñaba con disfrutar algún día, aquellos nombres equivalían a un Santo Grial que, en lugar de conceder la inmortalidad, despertaba mi calenturienta imaginación. Con la llegada de los 90, DMA se introdujo en el mundo de las videoconsolas con el Uniracers, un peculiar juego de carreras para la Super Nintendo en el que el jugador tenía que controlar a monociclos semovientes, y que fue su primer título sin estar bajo el paraguas protector de Psygnosis.
Y sería esa entrada en el mundo consolero la que daría a DMA Design la oportunidad de crear la base del que, a la postre, sería el más legendario de sus juegos. En la segunda mitad de los 90, los escoceses estuvieron entre las compañías que apostaron por la Nintendo 64, a la que aportaron un peculiar jueguecillo llamado Body Harvest; en él, el jugador tenía que combatir una invasión alienígena viajando por el tiempo en un entorno abierto en tres dimensiones, y utilizando hasta 60 vehículos distintos para canearles. Su desarrollo fue más que problemático: se mostró por primera vez en 1995, pero Nintendo se empecinó en meterle mano y obligarles a hacer cambios para que se adecuase mejor a los gustos del público japonés, y al final fue Midway la que tuvo que publicarlo… en 1998.
Así comenzó todo el lío: con una perspectiva desde el cielo y unos gráficos que parecían de un juego de Super Nintendo particularmente avanzado.
Y para entonces, los chicos de DMA habían editado en PC un jueguecillo en perspectiva cenital que aplicaba los elementos de diseño empleados en Body Harvest (manejo de diversos vehículos, libertad de acción, niveles amplios) para meternos en la piel de un criminal que escalaba puestos en el hampa realizando diversas misiones en las ciudades ficticias de Liberty, Vice y San Andreas. Su nombre era Grand Theft Auto, la denominación en argot policial del delito de robo de coches, que servía al mismo tiempo para describir la actividad más frecuente del personaje principal.
Desde el principio, la polémica acompañó al título, con el tabloide Daily Mail llamando a su prohibición; esta polémica, a su vez, contribuyó a aumentar su éxito. Visto con los ojos de ahora, lo cierto es que el jueguecillo es primitivo a más no poder: no tiene una trama principal, las evoluciones del personaje son registradas mediante un marcador de puntos, y los gráficos resultan viejos a nuestros ojos… pero qué demonios, uno se pone a jugarlo y le da para pasar una tarde bastante entretenida haciendo el gamba.
El éxito de este arcade de criminales robando coches provocó que DMA fuera comprada por Gremlin Interactive, bajo la cual sacó en 1999 Wild Metal Country, un curioso jueguecillo de tanques contra robots locos en 3D. Ese mismo año, Infogrames compró Gremlin, lo que provocó un conflicto debido a que DMA tenía un acuerdo firmado con Sony; esto provocó que Gremlin vendiera DMA a Take 2 Interactive, y que la parte de la desarrolladora centrada en el trato con Sony cambiara el nombre rapero por otro de resonancias musicales más obvias: Rockstar Games.
Y seguía pareciendo un juego de Super Nintendo muy avanzado. Más bonito, y con un ambiente nocturno muy apañado, pero de Super Nintendo al fin y al cabo.
Bajo la protección de Take 2, Rockstar editó la segunda parte de Grand Theft Auto a finales del 99. De nuevo nos metíamos en la piel de un criminal subiendo posiciones en el hampa, y de nuevo nos movíamos en un entorno sin una trama definida, pero ya había signos de que DMA/Rockstar tenía en mente que eso debía cambiar: esta vez el juego comenzaba con una impresionante cinemática en imagen real, y nos daba a un solo protagonista con el nombre de Claude Speed, lo que aún visto hoy deja sensación de “miel en los labios”. Además de eso, a la estructura de juego se le añadía la complejidad extra de varias bandas criminales enfrentadas, entre las que Claude tenía que elegir con cuál aliarse, matando a sus rivales para ganar respeto con ella y que le hiciera encargos, enemistándose en el proceso con las demás. Por lo demás, el juego presentaba una jugabilidad parecida, aunque con gráficos mejorados.
Y entonces llegó 2001, el año en el que Occidente despertaría del sueño de tranquilidad del nuevo milenio con la violenta destrucción de las Torres Gemelas. En ese año de caos (y que supuso el inicio de una de las fases más agudas de mi depresión), DMA Design, ahora llamada Rockstar North (por aquello de ser el estudio de Rockstar en el norte de Gran Bretaña), introducía la saga de crimen organizado en coche en la tercera dimensión con el motor gráfico Renderware. La polémica que acompañó al juego dejaba en pañales a la originada por el primer GTA, pero no fue nada en comparación con el éxito que cosechó entre los jugones, y la influencia que tendría en la industria del videojuego a partir de entonces.
Y ahora, en las postrimerías de 2011, poco más de diez años después de que revolucionara el género de acción, es un buen momento para volver a él y recordar por qué se convirtió en el popularizador de un nuevo modo de jugar. Abrochaos los cinturones, que este DeLorean no tiene paradas…
Si te caes siete veces, levántate ocho… y devuelve los disparos
Catalina, si lo que querías era que lo dejáramos, me lo podrías haber dicho por SMS o haber utilizado el clásico “necesito tiempo”. Pegarme un tiro a la salida de nuestro último atraco porque te has cansado de mí me parece excesivo.
Permitidme que empiece resolviendo una duda que ha traído de cabeza a los fans de este juego desde su aparición en 2001: el silencioso protagonista es, efectivamente, Claude Speed, aunque la continuidad del GTA III sea alternativa a la del 2. El nombre de pila lo confirma una entrevista online con los creadores de la saga, y el apellido lo viene a refrendar un test de esos chorras que la compañía hizo en su página de Facebook para que los aficionados vieran qué personaje de la saga se parecía más a ellos: aquí está la imagen que recibía a los que contestaban el test como lo haría Claude, cortesía de GTA Wiki. Aclarado este particular, comencemos con la sinopsis.
El caso es que el juego nos mete en la piel de Claude Speed, un auténtico criminal de carrera, en el momento más bajo de la misma. Durante un atraco al Liberty City Bank junto a su novia, Catalina (Cynthia Farrell), fue traicionado por ella, recibiendo un disparo por sus desvelos; la bala no le mató como ella esperaba, pero le mandó a dar con sus huesos en la cárcel por diez años, y ahora va camino de la prisión de Liberty con otros dos convictos: 8-Ball (el fallecido rapero Keith “Guru” Elam), un mecánico de coches y experto en explosivos, y un misterioso caballero oriental de avanzada edad.
Ironías de la vida, son los tejemanejes del cártel colombiano, con el que él colaboró en el atraco al banco antes de que Catalina le traicionara, los que le ofrecen una salida de su triste destino. El convoy policial que le conduce de madrugada a la penitenciaría sufre una emboscada en el puente Callahan, que conecta la zona central de la ciudad con el distrito portuario, y los soldados del cártel reducen a los policías y se llevan con ellos al caballero oriental. 8-Ball y Claude aprovechan la confusión para noquear a sus guardianes, y escapan por los pelos de la bomba que los colombianos han dejado atrás para eliminar las pruebas de su fechoría. Estas circunstancias, unidas a un sospechoso ataque a las bases de datos policiales que borró los datos de los prisioneros que iban en el convoy, provocan que ahora Claude y 8-Ball hayan dejado de existir para las fuerzas del orden.
Acostumbraos a esta imagen, porque la vais a repetir muchas, muchas veces.
Por si fuera poco, resulta que 8-Ball está bien conectado con la principal familia mafiosa de la zona, los Leone, y apadrina a Claude para que empiece a trabajar como chico de los recados para uno de sus capos, Luigi Goterelli (Joe Pantoliano, al que los más frikis recordamos por su papel de Cifra en Matrix), responsable de los negocios de prostitución del clan. A sus órdenes, Claude Speed vuelve a poner a punto sus talentos, primero como chófer para las chicas de Luigi, y luego como su soldado a la hora de resolver asuntos que amenazan la buena marcha del negocio, ya tomen la forma de proxenetas rivales o de traficantes de una nueva droga denominada Spank. Esto, a su vez, le lleva a conocer a otros jefazos de la familia: Joey Leone (Michael Rappaport, Semillas de rencor), para quien realiza trabajos centrados en castigar a la familia rival de los Forelli, y Toni Cipriani (Michael Madsen, el inolvidable señor Rubio de Reservoir Dogs), quien le introduce en su guerra personal contra las Tríadas de Liberty City. Claude no tarda en granjearse entre ellos una reputación de tío callado y eficaz, que cumple las órdenes sin rechistar, y eso provoca que le elijan como chófer para llevarles a la próxima reunión de la familia en casa de Don Salvatore Leone (Frank Vincent, Los Soprano), el cabeza de la familia.
Gracias a ello, Salvatore se interesa personalmente por Claude, encargándole un trabajo de máxima importancia: acabar con la presencia en Portland del cártel colombiano, creador del Spank, cuyas lucrativas operaciones traficando con esta droga amenazan a la supremacía de la familia. ¡Por fin una oportunidad para vengarse de Catalina dándole donde más le duele! Pero antes de eso, Claude tiene que hacer de niñera para la atontolinada y drogadicta esposa-trofeo de Leone, María (Debi Mazar), y este encargo, en apariencia trivial, acabará teniendo consecuencias de impacto no sólo para su vida, sino para el equilibrio de fuerzas en el mundillo criminal de Liberty City. Menos mal que la vida ha enseñado a Claude a adaptarse a las circunstancias, porque va a necesitar toda su habilidad para sobrevivir a las cambiantes alianzas del hampa de Liberty el tiempo suficiente como para desquitarse de la traición de su ex novia…
Historia sentimental de diez años de crimen virtual
Vale, ya me he vuelto a pasar de frenada. Por quincuagésima vez.
En el verano de 2002, trabajé unos meses en Tele Castro como cámara en horario de tarde, merced al programa de prácticas de mi universidad. En aquellos momentos sufría aún una fase aguda de mi depresión, originada por la ansiedad de afrontar las clases prácticas del carnet de conducir y exacerbada por el impacto de ver en directo el atentado de las Torres Gemelas, y aunque aquel empleo de becario carecía de remuneración, y me obligaba a conducir cerca de una hora desde mi ciudad, lo cierto es que me ofrecía un pilar de estabilidad en medio de mi doloroso caos emocional. Fue una de esas tardes de verano, mientras esperaba a que llegara el jefe de la emisora a abrirme la puerta, cuando se me ocurrió acercarme a matar el tiempo en un locutorio de Internet cercano.
Fue así como jugué por primera vez al Grand Theft Auto III.
En aquel tiempo, yo tenía un Pentium II de 300 megaherzios, con 32 megas de RAM y 2’99 gigas de disco duro. Por supuesto, no tenía tarjeta aceleradora de 3D, porque cuando mi familia me lo regaló por mi cumpleaños (allá por verano de 1998) no se consideraba todavía una pieza de equipo estándar en cualquier ordenador que se preciara. Para colmo, al tratarse de mi primer ordenador, yo no había adoptado aún la serie de protocolos de mantenimiento que cualquier usuario con dos dedos de frente emplea para que su máquina funcione sin problemas, con lo que para aquellas fechas el aparato iba más bien a golpes. Desde luego, los juegos de conducción estaban mucho más allá de mi alcance, y de todas formas no es que me hubieran gustado nunca mucho. Es por todo ello que mis primeros minutos en el universo criminal de Liberty City consistieron sobre todo en colisiones continuas (ya fuera contra el escenario o contra otros vehículos), numerosas vueltas de campana, coches saltando por los aires cada dos por tres, y mogollones de intentos para completar hasta la misión más sencilla.
No jugué mucho más ese verano, puesto que mis deberes para con la televisión ocupaban la mayor parte de mi tiempo, y a partir de un accidente de tráfico menor (culpa mía y de mi estupidez; por suerte, sin daños personales) me vi obligado a recurrir al autobús para mis idas y venidas a Castro. Pero con el comienzo del nuevo año académico, y de las clases de inglés en la Escuela de Idiomas con él, comencé a tener algo de tiempo libre para buscar locutorio en Santander hasta encontrarme en Divernet, un sitio que por aquel entonces bullía en actividad constante, ya fuera de jugones sin ordenador propio o de gente que buscaba comunicarse con sus familiares fuera de España. Pagué horas y horas de uso de uno de sus ordenadores, primero para jugar al GTA III, y más adelante para descubrir otros juegos a los que mi vetusta máquina no me había dado acceso en los años previos, como el No One Lives Forever o el Nocturne. Esos momentos supusieron pequeñas guindas de diversión en unos tiempos por lo demás duros, en los que estudiaba las últimas cuatro asignaturas que me quedaban para terminar la carrera, perfeccionaba mi inglés, y me angustiaba por mi soledad y mi incapacidad para atraer chicas.
Para olvidar las penas de mi (inexistente) vida amorosa, nada como volarle la tapa de los sesos a unos cuantos matones de las Tríadas de poca monta.
Y ahora, más de diez años después de que Rockstar lo sacara a la luz, vuelvo a plantarme frente a él. Y no sólo me he convertido en alguien bastante diferente en todos los planos, pasando de joven angustiado y desempleado a no-tan-joven, desempleado y a punto de decidir cómo sale del paro, y con el ánimo bastante más estable que por aquel entonces. El género que fundó este juego también ha cambiado, añadiendo nuevas opciones, mejores gráficos, más profundidad en sus historias, más vehículos y tipos de misiones. Ahora, las tres islas que forman Liberty City, el poco disimulado trasunto de Nueva York que sirve de telón de fondo para el GTA III, se me quedan pequeñas; sus misiones, en especial las primeras, me parecen tan sencillas que casi podría cumplirlas dormido; su historia, centrada en un protagonista mudo y sin pasado conocido, me deja más bien frío; y su excesivo enfoque en la acción en coche, en detrimento de la (pobre) acción con armas de fuego y de los (inexistentes) escenarios en interiores, me resulta primitivo, aunque es verdad que ya por aquel entonces era capaz de ver aquel detalle como una debilidad del juego. Para colmo, la banda sonora radiofónica del juego, agrupada en emisoras, consta casi en su totalidad de canciones creadas expresamente para el juego y sin demasiado valor por sí mismas (exceptuando la emisora de los años 80, que emite varios temas de la banda sonora de El precio del poder), y no tarda en volverse repetitiva a las pocas horas de juego.
Y sin embargo, volver a jugar al GTA III es como reencontrarse con un viejo amigo que no sólo me dio múltiples buenos momentos, sino que abrió la puerta a otros muchos grandes ratos que se producirían en el futuro. Es volver a correr por calles casi tan familiares como las de mi propia ciudad, pisando a fondo el pedal y con las furiosas sirenas de la Policía a mi espalda, alertándome del funesto destino que me espera si relajo la velocidad un instante. Es volver a regar alegremente de plomo a una horda de traficantes colombianos disfrazados de una versión hortera de Cocodrilo Dundee, que compensan su (casi inexistente) inteligencia artificial con una potencia de fuego mortífera. Es volver a morir en la ardiente explosión del vehículo del que no logré salir a tiempo para reaparecer en el hospital más cercano, con tan sólo un pequeño mordisco en mi cartera y desprovisto del armamento que con tanto esfuerzo reuní, dispuesto a rehacerme de este revés. Es volver a decidir si aplasto a los peatones que encuentro a mi paso o los esquivo, para al final decidir echar el freno y encontrarme con que, por alguna razón, el peatón de marras decide lanzarse de cabeza contra mi parachoques en un grotesco suicidio (en serio, la IA de los muñequitos del juego es comparable a la de un cani con el cerebro reventado por las pastillas). Es, en suma, volver a ver las raíces del género sandbox, todas esas potencialidades en el comienzo de su desarrollo o apenas adivinadas entre los recovecos del juego que, en verdad, podemos considerar el equivalente de lo que el Doom supuso para los juegos de tiros en primera persona.
Lo más probable es que los que hayáis jugado a posteriores iteraciones del GTA, o a alguno de sus múltiples émulos y deudores, lo consideréis insoportablemente primitivo y hasta aburrido en comparación con sus continuadores. No me extrañaría: como tantos otros grandes clásicos revolucionarios, hay que haberlo experimentado en el momento de su salida, antes de que decenas de continuadores convirtieran sus innovaciones en lugares comunes más que trillados, para volver a jugarlo ahora y disfrutar con él. Aún así, os invito a realizar este acto de arqueología jugátil; qué demonios, si yo fui capaz de plantarme ante el primer System Shock y gozarlo, ¿quién me dice que vosotros no lo pasaréis bien con las desventuras del silencioso Claude Speed?
¿Cuántos flames me caerán encima por no dedicar ni una mísera mención al Shenmue o al Kingpin?
1 comentario:
Menudo articulazo te has marcado para celebrar el 10º aniversario de GTA III, un juego verdaderamente revolucionario que aparte de marcar un estilo de juegos, supo marcar su nombre con letras doradas dentro de la ya larga historia de los videojuegos.
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