No merezco perdón de Dios por ser tan perro con las actualizaciones del jodío blog, pero mi excusilla tengo: volvía hace dos semanas de las vacatas, durante las cuales estuve muy ocupado haciendo el mono con mis sobrinos, y los primeros días del regreso estuve viendo la primera temporada de Sobrenatural, que me han regalado junto a la segunda por mi cumpleaños. Y a ello se añade una bonita indigestión-mareo que sufrí el pasado lunes. Pero bueno, ya estoy aquí otra vez tocando las narices, porque no hay ausencia que mil años dure. O algo así.
Y ya que la última vez hablé de cocodrilos con hambre de seis semanas (trialará), hoy sigo abundando en el tema sobre la base de una de las monster movies más aclamadas de los años 80: La bestia bajo el asfalto, una historia salida de la calenturienta mente del cineasta independiente John Sayles, dirigida por Lewis Teague e inspirada en la conocida leyenda urbana que habla de caimanes en las cloacas de Nueva York. ¿Interesados? Seguid leyendo…
Mi lagartito ha pegado el estirón
Le han echado/No le quieren/Pobrecito, qué va a hacer
Érase una vez una niñita de Chicago que fue con sus papaítos de vacaciones a Florida, y que durante esas vacaciones fue a ver un espectáculo de cocodrilos vivos. Los papás de la niñita le compraron a modo de recuerdo una adorable cría de caimán, que la niñita pensaba quedarse hasta que se creciera para donarla a un zoo. Pero hete aquí que, de vuelta a la Ciudad del Viento, la convivencia con el animalito se vuelve difícil gracias a su mala costumbre de masticar la ropa de papá, quien acaba tirando al pequeño reptil por la baza mientras la nena está en la escuela, planeando contarle al volver que el bicho, simplemente, se murió. ¿Moraleja de esta pequeña introducción? No se tira a las crías de cocodrilo por el inodoro: es un acto de tremenda crueldad con un pobre animalito que, al fin y al cabo, no es más que un bebé. Además, puede ocurrir que la criatura sobreviva al chapuzón y encuentre un modo de subsistir en las cloacas…
Algo así como una década después, la policía de Chicago está investigando el macabro hallazgo de una extremidad humana en su planta de depurado de aguas. En el centro de la investigación está el detective David Madison (Robert Forster), un agente de policía que trabajaba antes en el departamento de policía de San Luis hasta que un trágico incidente le arrebató a su compañero de patrulla y le colocó encima el sambenito de gafe; por este motivo ninguno de los demás agentes quiere salir a patrullar con él, y un desagradable plumilla de tabloide, Thomas Kemp (Bart Braverman), no hace más que acosarle con preguntas sobre lo que sucedió entonces.
También da la casualidad de que acaba de perder a su perrita, y la mañana que acude a investigar el caso de la alcantarilla pasa por su tienda de mascotas habitual a comprar otro perro. Esa acción aparentemente trivial no sólo está relacionada, sin que él lo sospeche siquiera, con su caso: ¡está directamente en el centro del problema! Resulta que el zarrapastroso dueño de la tienda se saca un sobresueldo secuestrando a perros por la calle y vendiéndolos a la compañía farmacéutica del multimillonario Slade (el veterano Dean Jagger). Allí los pobres animalitos son utilizados por el futuro yerno e investigador en jefe de Slade para un experimento de hormonas de crecimiento. Una vez dejan de ser útiles, el '”proveedor” se ocupa de hacer desaparecer los cadáveres de los perros en las alcantarillas. Seguro que os podéis figurar adónde lleva este curso de acción; en el caso del dueño de la tienda de mascotas, a lo que acaba llevando es a una muerte a manos de la lagartija sobredimensionada durante una de sus operaciones de eliminación de pruebas.
La aparición de los pedacitos de la nueva víctima en el drenaje de aguas de la ciudad aumenta la presión sobre el jefe de policía Clark (Michael V. Gazzo), además de atraer a la comisaría a un grillado que asegura ser el autor de las muertes y que intenta volar a los agentes en pedazos con una bomba casera. El agente Madison decide bajar a las alcantarillas para investigar lo que pasa, logrando que un novato al que no le importa su reputación le acompañe en la visita. Por desgracia para el bravo jovenzuelo con placa, la maldición de Madison le alcanza en forma de las mandíbulas del cocodrilo, pero ambos encuentran los cadáveres de perros anormalmente grandes de los que la bestia se ha estado alimentando hasta la fecha.
“Eres una eminencia en herpetología, tienes un cerebro privilegiado y unos senos preciosos”
La traumática experiencia deja a Madison varios días en coma, y nadie le cree cuando despierta y explica lo que le ocurrió a su compañero (y no culpo al jefe Clark por ello, la verdad); es decir, nadie excepto el repugnante Thomas Kemp, que decide bajar a las alcantarillas a ver por sí mismo qué hay de verdad en lo que dice el desafortunado piesplanos. El periolisto acaba entrando a formar parte de la dieta del bicho, pero no sin antes bombardearle a fotos con su cámara; cuando la corriente de agua la lleva al exterior y sus fotos son reveladas, hasta el más escéptico tiene que reconocer que Madison no desvariaba. La aparición de la prueba fotográfica de la existencia del monstruo marca la vuelta a la trama de su antigua dueña; sí, la niña de hace diez años, Marisa Kendall, ha crecido hasta convertirse en una respetada experta en reptiles (Robin Riker), y con su ayuda logran comprobar que el cocodrilo es tan gigantesco como el poli afirmaba. De paso, Madison y ella entablan un romance que, con sus altibajos, les endulza la dura tarea de perseguir a la criatura.
El departamento de policía pone entonces en marcha un arriesgado plan para acabar con la amenaza. La unidad de SWAT entra en las alcantarillas y, armada con cacerolas, intenta ahuyentar al animal hasta una salida de aguas en la que le está esperando un ejército de polis armados hasta los dientes; es tan ridículo como suena, pero lo mejor es que además no es mala idea. Con lo que no cuentan es con que el bicho elija otra salida para dejar atrás el mundo subterráneo y aumentar la proporción de humanos en su papeo diario.
Madison, mientras tanto, sospecha que la compañía Slade tiene algo que ver con los perros anormalmente crecidos y el consiguiente sobredesarrollo del cocodrilo, y sus teorías al respecto se ven indirectamente confirmadas cuando el jefe Clark, presionado por el corrupto alcalde (Jack Carter), le aparta del cuerpo. Este último, mientras tanto, pone a cargo de la caza de la bestia al coronel Brock (Henry Silva), una especie de gran cazador blanco que viene a ser a los héroes tipo Allan Quatermain lo que Torrente es a los polis de las películas de acción. ¿Apostamos a ver cuánto tarda en fracasar, y obligar con ello al jefe Clark a recurrir de nuevo a Madison y Kendall?
Si es que el clembuterol no podía traer nada bueno
Soy el capitan Zapp Brannigan, y me ocuparé del cocodrilo.
Desde que leí en Goremanía sobre esta película, y descubrí que años antes me la había perdido gracias a que mi madre no me dejaba ver Noche de lobos (sniff, sniff… ¡cuánta injusticia materna!), me volví loco buscando este filme en todos los videoclubs añejos de Santander y las márgenes del Nervión. Me llegué a pillar una especie de secuela sin relación argumental, que venía a ser un remake malísimamente hecho, sólo porque creía que era la original. No fue hasta el advenimiento de Internet cuando pude hacerme con una copia de seguridad y disfrutar de esta pequeña parodia-homenaje a Tiburón. Gracias, Internet.
Dicho lo cual, la verdad es que al principio la película no es que tenga demasiado para destacar por encima del aluvión de copias de baratillo del filme de Spielberg que inundaron el mercado en los 70 y 80. La perspectiva del policía atormentado le da un toquecillo de cine negro, pero en el fondo no es diferente a las tribulaciones del sheriff Brody con el alcalde de Amity; la conspiración farmacéutica que da origen involuntariamente a la bestia sirve de denuncia a los pocos escrúpulos de las empresas del ramo, pero ese es un ángulo que sería más que manoseado por americanos e italianos antes de que despuntaran los 90; y la estructura inicial se acomoda en un esquema predecible de avanzar la trama-visitar las alcantarillas-ver al cocodrilo jalarse a otro personaje secundario.
Por suerte, perseverar es vencer, y más en el caso de las películas como esta. La primera media hora, pese a ser más floja, tiene suficientes toquecitos de humor negro (las desventuras del dueño de la tienda de mascotas, el zumbado de la bomba en la comisaría) como para prometer algo más. La estrambótica cacerolada por las alcantarillas para atrapar al cocodrilo marca el lento paso del aspecto cómico al primer plano, pero es con la aparición del trasnochado e hilarante Brock cuando la película se decanta definitivamente por echarse unas risas a costa de las matanzas que realiza el reptil gigante. Y por si alguien no lo pilla todavía, el filme nos presenta una escena en la que un consternado David Madison se topa con una ristra de vendedores ambulantes tratando de sacar tajada de la histeria colectiva vendiendo souvenirs del cocodrilo.
¡POR FIN! ¡AIRE PURO Y COMIDA LIMPIA!
Por suerte, y a diferencia que tantas comedias terroríficas (que en no pocos casos son películas vendidas como “comedia” porque sus creadores se dan cuenta de que fracasan patéticamente como filmes serios), La bestia bajo el asfalto no descuida las muertes, sobre todo después de cruzar el ecuador del metraje. Al igual que su obvia inspiradora, la película tiene los santos cojones de presentarnos la muerte de un niño a manos del monstruo (y de manera aún más cruel, diría yo), y la estela de destrucción del bicho culmina en una salvaje entrada en un convite de boda; por desgracia, la escena queda desvirtuada por la obvia estupidez de un conductor de limusina, que se queda quieto mientras el reptil se zampa a uno de los villanos humanos de la historia, en vez de llevar a su pasajero (el otro villano) lejos de la muerte kármica que le espera.
Por lo que toca al cocodrilo, parece ser (eso dice Wikipedia) que la marioneta usada para representarlo dio bastantes problemillas, por lo que en no pocos casos Lewis Teague rodó a un cocodrilo de verdad en escenarios a escala; a mi juicio, no le quedó demasiado cantoso, porque sólo se nota en el hecho de que el animal se mueve demasiado fluidamente para ser de mentira y no puede ser tan grande como la comparación con el escenario sugiere. En cuanto a la marioneta en sí… bueeeno, digamos que casi todo su cuerpo se mueve aceptablemente, pero que falla en una parte; por desgracia, esa parte es la cabeza, lo que estropea los primeros planos en los que vemos al animalejo masticar a otro figurante más.
Añadamos a eso que los actores no brillan (salvo tal vez Robert Forster, que improvisó todas las coñas sobre la incipiente calvicie de David Madison) pero tampoco provocan arcadas, y tenemos una alternativa de baratillo a Bruce el Tiburón más que digna y con suficiente personalidad propia como para no acabar olvidada en el fondo de las estanterías de un videoclub de barrio… a no ser que el género no os tire demasiado.
Tal vez por eso nunca la encontraba, por mucho que buscara. En fin, bendita sea Internet otra vez.
1 comentario:
Perdón, es que me he quedado en que te mola Supernatural y todavía no me he recuperao. Luego sigo.
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