En estos últimos meses estoy siendo de todo, menos prolífico. Buena parte de culpa la tiene mi trabajo, pero tampoco hay que despreciar la terrible aportación de mi reintegración en la humanidad activamente rolera, mis diversas lecturas actuales, y mi natural pereza. Y la entrada que tendría que hacer este fin de semana, por desgracia, también llegará con retraso, dado que dentro de unas horas haré otro de mis viajes a la Madre Patria para ver a mi familia y retomar la dura, pero necesaria, tarea de malcriar a mis sobrinos. A ver si hablándoos de uno de los filmes del que, posiblemente, sea el gran maestro del fantástico italiano os puedo aliviar la espera.
Bava, pintor macabro en celuloide
En los años 60 también existía la publicidad engañosa.
Ser italiano nunca ha sido fácil, y menos aún en la actualidad. Teniendo no una, no dos, sino tres grandes organizaciones criminales distintas nativas del país; un gobierno presidido por un repulsivamente egocéntrico y estúpido machista, que manda con el apoyo de un vomitivo partido de ricos racistas y egoístas; y una sociedad dominada por la mentalidad carcatólica, capaz de calificar de “aberración” el matrimonio homosexual mientras disculpa asesinatos de una mujer por su marido con el estomagante razonamiento de que “la amaba demasiado”, suena en estos momentos como la más salvaje de mis pesadillas. Por lo menos sé que, si fuera italiano, no iba a ver la hora de emigrar a cualquier otro país y negar ante cualquiera de mis conocidos que yo proviniera de la que una vez fue la segunda cuna de la civilización occidental y centro bulliente del Renacimiento.
¿Y en los años 50 y 60, qué tal era? Pues bien mirado, igual de mierdera, pero se notaba menos. La Democracia Cristiana gobernaba pagando bajo cuerda a sus amiguitos de la mafia, lo que los carcacuras decían desde el púlpito era el equivalente a un uso exitoso de Dominación 2, los comunistas hacían lo que podían para despertar las conciencias mientras ignoraban (inconsciente o activamente, según el caso) las monstruosidades que ocurrían tras el telón de acero… Ah, y el cine que hacían era cojonudo, sobre todo el de terror.
Buena parte de la culpa la tenía Mario Bava, hijo del escultor, cámara y pionero de los efectos visuales Eugenio Bava. Inicialmente pintor por vocación, la falta de éxito de las ventas de sus cuadros le llevaron a echar una mano en el negocio paterno; un destino como el de tantos de nosotros, salvo porque ese negocio familiar era el del cine. Allí aprendió el oficio de cinematógrafo, al que con el paso de los años y una carrera cada vez más brillante y dilatada iría añadiendo los de director y guionista.
Y aquí Doña Pitu se va a enfurecer y a gritar ¡INTRUSO!, me temo. No sin razón, supongo.
Ya podría el Ayuntamiento hacernos un puente nuevo un día de estos.
Este último oficio lo puso en práctica por primera vez con La máscara del demonio, una de sus grandes obras maestras, basada en El viyi de Nikolai Gogol. El filme, que versaba sobre la reencarnación de la terrible bruja Anibas en una inocente joven interpretada por Bárbara Steele, convirtió a esta en la gran musa del fantaterrorífico italiano, y a su creador en el indiscutible maestro del terror de la Península itálica. Desde entonces hasta su muerte en 1980, Bava tuvo tiempo de inventar el giallo con La muchacha que sabía demasiado y Seis mujeres para el asesino, convertirse en uno de los mentores de Darío Argento y aterrorizar a millones de espectadores en todo el mundo.
Una de las grandes aportaciones de Bava al género fue el uso del color para crear atmósfera en sus filmes, iluminando la escena con espectaculares luces artificiales que lo volvían todo más irreal y terrible, en una clara aplicación de su vocación original. Igualmente notable fue su maestría en el uso de los trucos de cámara para simular, por ejemplo, que un prado con cuatro arbustejos pelados era un ominoso bosque (Bahía de sangre), o que un plató con un decorado de rocas era cada una de las múltiples galerías de un reino subterráneo (Hércules en el centro de la Tierra).
El legado de Bava fue amplio, alcanzando con su influencia a lo mejor (y peor) del género en su país, y contagiando a su vez a no pocos cineastas extranjeros. Incluso la crítica más ajena al terror y el fantástico, o cineastas como Martin Scorsese, han alabado su buen hacer detrás de las cámaras. A nadie le extrañará entonces que el señor Bava tenga un pequeño sitio reservado en este, nuestro blog.
Déjenme que les cuente tres historias
Bienvenidos a la nave del canguelo. Soy Boris Karloff.
De la mano del afablemente siniestro Boris Karloff (hay otros monstruos de Frankenstein, pero no son como él), el filme nos adentra es tres cuentos del terror y lo sobrenatural, basados en otras tantas historias de laureados escritores de la literatura mundial… o eso nos quieren hacer creer los créditos iniciales.
¿Que si quiero cambiarme a Ono? ¿Pero no le dije las últimas cinco veces que “no, gracias”?
El teléfono: basada en un relato de Guy de Maupassant (o eso dice la peli, porque Imdb asegura que es de un tal F. G. Snyder). La joven Rosy (Michele Mercier) vuelve a su lujoso apartamento y se prepara para dormir, pero se ve molestada por una serie de llamadas de teléfono. Al principio, su interlocutor no dice palabra, pero a la tercera vez empieza a amenazarla en un tono propio de amante despechado y todavía obsesionado. Eso ya es lo bastante intranquilizador para cualquiera; lo realmente terrorífico es que, con cada llamada, el siniestro acosador deja caer detalles que sugieren que está observando cada movimiento que la muchacha hace. Finalmente desbordada por el miedo, Rosy acaba tomando una decisión drástica: volver a ponerse en contacto con su vieja amiga Mary (Lidia Alfonsi), a la que juró no volver a ver nunca más, para pedirle ayuda…
La vejez no estaba siendo amable con Lemmy Kilminster.
Los wurdalak: basada en una novela corta de Alexei Tolstoi (primo del autor de Guerra y paz). En la Rusia decimonónica, el joven noble Vladimir d’Urfe (Mark Damon) viaja a caballo hacia la ciudad de Gersy cuando se encuentra a la orilla del río un cadáver decapitado, con una daga atravesándole el corazón. Sirviéndose del caballo del difunto, D’Urfe continúa el camino llevando al muerto hasta llegar, ya caída la noche, a una casa donde resulta vivir el dueño del puñal. Él no está, pero sí sus hijos Giorgio (Glauco Onorato) y Pietro (Massimo Righi), así como la esposa de Pietro, Maria (Rika Dialina), el hijo de ambos, Ivan, y la hermana de Girogio y Pietro, Sdenka (Susy Andersen). Nada más ver que Vladimir ha traído el cadáver en el que estaba clavada el arma, Pietro vuelve a atravesar su corazón, explicando al noble que la víctima era un cruel bandido turco llamado Alibeq, del que los habitantes de la región sospechaban que era un wurdalak, una especie de vampiro. El patriarca de la familia, Gorka (Boris Karloff, ¿u os pensábais que Bava le iba a desaprovechar limitándose a concederle el papel de maestro de ceremonias?), salió a buscar y matar a Alibeq hace casi cinco días exactos, advirtiendo a su familia que no le dejasen entrar si volvía más allá de esa fecha, puesto que en ese caso sería un signo de que se habrías convertido él mismo en un wurdalak. ¿Y a que no sabéis quién cruza el puente que lleva a la casa nada más sonar las campanadas de medianoche?
Yo ya le dije a la condesa que tantos estiramientos faciales no traerían nada bueno.
La gota de agua: basada en un relato de Ivan Chejov (¿algún familiar del autor de Tío Vania?). Una enfermera, Miss Chester (Jacqueline Pierreux), recibe una llamada en medio de la noche para ocuparse de una recién fallecida. Se trata de una condesa que era demasiado aficionada al espiritismo, y su doncella (Milly Monti) está demasiado asustada para ocuparse de cambiarle la ropa para el funeral ella sola. Cuando entra en el dormitorio donde yace la muerta, dos cosas llaman la atención de la enfermera: el espantoso rictus que luce la víctima, y el impresionante anillo que exhibe en su mano izquierda. La codicia de Miss Chester la conduce a robar el anillo aprovechando una ausencia de la sirvienta, sin sospechar que va a aprender de primera mano lo insensato que es robar algo a un muerto que en vida se llevaba bien con el Otro Lado.
Terror para gente con poca paciencia
Que no, que yo tampoco quiero hacerme de Ono.
En general, me gustan las películas de terror que consisten en varios episodios distintos dentro de un mismo metraje, o antologías, que sobre todo las productoras Hammer y Amicus gustaban crear allá por los 60 y 70. Lo mejor que tiene, sin duda, es que al constar de episodios cortos ofrecen más variedad que un largometraje, además de ofrecer un relato más compacto y, por tanto, más sólido. Además, si una de las historias flojea, queda la esperanza de que la siguiente nos guste más. ¡Ojo! que eso no quiere decir que las historias de Las tres caras del miedo sean flojas: simplemente, algunas están mejor que otras.
La que abre la película es sin duda la más convencional de todas, salvo por el ingenioso doble giro inesperado que da la trama y que culmina en una muerte kármica e irónica para uno de los personajes. La inventiva visual de la que normalmente hace gala bava está aquí mucho más comedida: su cámara se limita a rodar con detalle el lujoso apartamento de Rosy, con algo más de atención al teléfono que es fuente del miedo, habitual figurante en los gialli. La música, que en este episodio oscila entre jazzística y melodramática, resulta un poco irregular a veces, sin encajar del todo en lo que es una trama de misterio y terror. Un episodio sin grandes alardes, pero que cumple, en pocas palabras.
El segundo capítulo es considerado por muchos el mejor de todos, pero no seré yo el que lo corrobore. Es verdad que aquí el director tiene oportunidad de soltarse más el pelo y emplear sus fabulosas luces de colores, nieblas misteriosas, trucos de cámara y decorados para generar una atmósfera adecuada a esta historia de vampiros; es verdad que Boris Karloff está excelente como el anciano Gorka, oscilando entre la amabilidad afectuosa y la rabia homicida como si tomara un vaso de agua; y es verdad que, en el fondo, late un sombrío mensaje sobre el carácter opresivo y (auto)destructivo de la familia patriarcal. Lo que pasa es que me resulta harto difícil simpatizar con unos personajes a los que, básicamente, les vampirizan por COMPORTARSE COMO PUTOS IMBÉCILES. La gran tragedia del relato es la incapacidad de la familia de cumplir la orden previa de Gorka cuando este vuelve después del plazo que él mismo le indicó, pese a mostrar sutiles pero claros signos de haberse convertido en wurdalak; pero lo que trata de ser una representación de cómo el afecto a veces nos impide hacer lo correcto hasta para sobrevivir acaba resultando, más bien, una representación de cómo el afecto puede convertirnos en unos puñeteros oligofrénicos a los que nadie se extraña de ver palmar como animales. Ah, y la curiosa alternancia en algunos momentos de planos claramente diurnos con otros descaradamente nocturnos (hay una especialmente flagrante al final) tampoco es que me guste mucho.
Mi favorito, sin duda, es el tercer capítulo, en parte porque Bava desata toda su paleta cromática y en parte porque, a pesar de que en estos tiempos el cadáver de la condesa no da demasiado el pego, la historia logró darme verdadero miedo cuando la vi por primera vez. Aún hoy, al repetir el visionado, siento un escalofrío recorrer mi espina dorsal cuando llega el final de la historia.
Las tres caras del miedo es, en suma, un filme muy recomendable para los que tengan querencia por el fantástico italiano o, simplemente, disfruten con las películas compuestas de varias historias independientes. Y además, tiene a un Boris Karloff encantadoramente burlón y macabro en el inicio y el (descojonante) final. “¡Nos convertiremos en amigos!”, dice a modo de despedida: “Vaya que sí”, respondo yo desde la humildad de mi cuartucho.
Si la familia de Gorka cayó con semejante facilidad ante un puñetero wurdalak, no quiero ni imaginarme cómo hubieran acabado de ir de vacaciones a Crystal Lake.
1 comentario:
Las tres caras del miedo es una obra maestra cinematografica.
Me encanta esa pelicula.
Un saludete
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